Un aborto realizado a las 32 semanas de gestación en la ciudad de San Francisco, Córdoba, volvió a encender una profunda alarma social, moral y legal. La intervención fue autorizada bajo el amparo de la ley 27.610, que permite la interrupción del embarazo en casos de violación o riesgo para la salud integral de la madre, incluso más allá del límite habitual de las 14 semanas. Sin embargo, con el correr de los días, la causa judicial tomó un giro tan inesperado como doloroso: una prueba de ADN descartó el vínculo biológico entre el hombre denunciado por abuso y el bebé por nacer. El aborto ya había sido practicado. Demasiado tarde.

La mujer había señalado a un presunto agresor ante el equipo médico, y esa sola declaración activó el protocolo legal vigente. Según la normativa, no se requiere una denuncia penal, solo una declaración jurada para proceder. Y así fue. En abril, en el Hospital Iturraspe, se interrumpió un embarazo de más de ocho meses, en una etapa donde la medicina reconoce la viabilidad fetal con alta probabilidad de vida fuera del útero.
Ahora, la justicia debe esclarecer no solo si hubo o no abuso sexual, sino también si la declaración fue genuina, si hubo presión externa, o si –como sugieren algunos informes– la mujer atravesaba una condición psicológica severa que afectaba su percepción de la realidad. De confirmarse esta última hipótesis, la pregunta que surge es aún más alarmante: ¿quién protegió a esta mujer? ¿Y quién protegió al bebé?
Desde el Obispado de San Francisco, monseñor Sergio Buenanueva expresó su conmoción ante el hecho y recordó que “toda vida vale”. Su mensaje fue compartido por profesionales y ciudadanos que consideran que lo ocurrido no solo fue éticamente inaceptable, sino además innecesario. ¿Podía haberse evitado este desenlace? La respuesta, por más dolorosa que sea, parece ser que sí.
El bebé abortado –de aproximadamente 1.700 gramos y en pleno desarrollo final– no solo tenía altas probabilidades de sobrevivir, sino que representaba una vida humana en toda su plenitud. La legalidad de la práctica no borra su dimensión trágica. La ciencia ha avanzado lo suficiente como para confirmar que, a esa altura del embarazo, hablamos de un ser humano completo, capaz de sentir dolor, de responder a estímulos y de haber nacido con apoyo médico adecuado.

Mientras la causa judicial avanza y el hombre acusado busca su sobreseimiento, la mujer permanece bajo tratamiento. Los profesionales de salud que participaron serán citados para declarar. Algunos de ellos invocaron objeción de conciencia, lo que derivó en la intervención de un equipo específico. Pero, más allá de los procedimientos cumplidos, queda una pregunta fundamental: ¿qué pasa cuando el sistema falla, cuando una vida se pierde por una sospecha no confirmada?
Este caso refleja con crudeza el límite más difuso de la ley: aquel donde se cruzan el dolor, la sospecha, la salud mental y la vida de un niño por nacer. Para quienes defendemos la vida desde la concepción, lo ocurrido no puede ser un simple “caso judicial”. Es una tragedia humana, institucional y moral que nos interpela como sociedad.
Porque cuando una ley permite abortar a un bebé de ocho meses sin certezas judiciales, sin acompañamiento psicológico profundo, y sin agotar las posibilidades de proteger ambas vidas, no estamos frente a un derecho, sino frente a una profunda injusticia.