La Iglesia, en los últimos tiempos, viene atravesando una grieta interna. Y, en esta era de exposición constante y redes sociales donde todo se sabe al instante, esa grieta es cada vez más visible.
Hace tiempo que la conformidad del cuerpo cristiano comenzó a deslizarse lentamente hacia las arenas políticas. Y es precisamente esa herramienta —la política, parte inseparable de la vida social— la que hoy comienza a manifestar tanto sus virtudes como sus vicios incluso dentro de las confesiones de fe.
Hace algunas semanas, se pudo ver cómo figuras públicas y un sector de pastores insistían en señalar una postura política “elegida” dentro del espectro ideológico, como la única supuestamente compatible con ciertos valores cristianos. Valores que, según sus interpretaciones, no estarían representados por otras fuerzas. Este grupo, que se siente identificado con un oficialismo determinado, ha criticado sin cesar todo aquello que se le oponga o le haga sombra.
Pero hoy —justamente hoy—, cuando ese mismo oficialismo es señalado por numerosos casos de corrupción a lo largo y ancho del país, prefieren guardar silencio y mirar para otro lado.
Desde mi perspectiva, la Iglesia debería aprender a usar con sabiduría las virtudes del poder, particularmente el poder de lobby. Especialmente aquellas autoridades que tienen influencia real. Debería trabajar activamente para evitar que esa grieta social, que tanto daño hace al tejido colectivo, termine también dividiendo a la Iglesia. Sin embargo, pareciera que, en muchos casos, hay quienes alimentan con gusto esa división.
Este tiempo nos demuestra que la Iglesia es un actor social clave. Por un lado, representa una raíz fundamental de la sociedad: la fe, que actúa como órgano moral que guía a los creyentes. Por otro, es un espacio probado de transformación personal, donde muchas personas logran cambiar sus vidas gracias al acompañamiento de las comunidades de fe. Este doble papel la convierte en un ámbito de influencia codiciado: comunidades organizadas y con alineación moral, un “activo” político muy tentador.
Frente al estallido de denuncias de corrupción, resulta llamativo ese silencio que persiste. Y esto me lleva a recordar al apóstol Pablo, quien dijo: “No se amolden a este mundo, a este sistema”. Parafraseándolo, creo que la Iglesia está llamada siempre a ocupar un lugar de oposición, porque el sistema político nunca será compatible con el sistema que Dios diseñó para la humanidad. Al contrario: todo lo que emana del poder humano está manchado por la caída.
Alguna vez alguien definió la política como “el arte de crear y respetar acuerdos”. Y esa definición, llevada a la práctica, exige que la Iglesia permanezca en la vereda de enfrente. No importa quién gobierne. El problema no es el partido político, es el sistema mismo: uno caído, que ningún gobierno podrá redimir porque responde a la misma naturaleza humana caída.
Cuando la Iglesia deja de señalar injusticias, de denunciar la mentira, de advertir sobre quienes obran mal, pierde su esencia: la de ser sal, de molestar al sistema. Y en vez de eso, se acomoda, se adapta, se amolda al mundo.
Yo soy de los que cree que el rol de la Iglesia no es ser puente con los oficialismos. Todo lo contrario. Debería ser como Juan el Bautista, que enfrentó al poder incluso a costa de su vida.
Aquellos que ayer señalaban con firmeza y hoy callan con comodidad harían bien en volver a la idea central del apóstol: no amoldarse. Abrazar el legado de los discípulos. Y enfrentar las injusticias vengan de donde vengan. Porque cuando damos de comer, de beber o vestimos al que no tiene, quizás estemos haciendo eso mismo por Jesús. Nadie sabe cuál de todos los rostros que nos rodean es el suyo.
El Evangelio, por definición, es revolucionario. Y todo intento de encorsetarlo dentro de un lugar del espectro político es anticristiano. Es tan anticristiana la agenda “woke”, señalada como “progre”, como el amor desmedido a sí mismo o al dinero, asociados a posturas más a lo que hoy se denomina nueva derecha.
Que esta cachetada de realidad nos despierte.
Lic. Emmanuel Napolitano.